Te
contaré amiga mía, que disfruto de un harén con
mil mujeres, amorosas y cálidas, las cuales frisan entre los dieciséis
y veinte años. Una por una han sido cuidadosamente seleccionadas entre las
adolescentes más hermosas de las trece tribus que señoreo. Mis capitanes y
tenientes tienen por oficio defender
mis territorios y buscar con acierto las mujeres más perfectas para que me
hagan compañía.
Todos
los años, cientos de mis concubinas abandonan la edad que me hace apetecerlas,
por lo que es menester cambiarlas. Mis ayudantes entonces, buscan a aquellas
doncellas que por la armonía de sus rostros y de sus cuerpos, tengan posibilidad
cierta de engrosar mi harén, que como te contaba, jamás puede albergar menos
de mil en ninguna época.
La
labor de selección es una tarea prolija y concienzuda, puesto que no tolero
imperfección de ninguna especie entre mis amadas ninfas.
Deben
tener los ojos agarenos, profundos y soñadores. No tolero a las bisojas ni
aquellas que requieran anteojos. Sus cutis deben estar desprovistos de manchas,
espinillas u otras máculas que estropeen sus rostros. Sus narices deben ser
armoniosas y proporcionadas, ya que repelen a mis pretensiones las que las
poseen demasiado largas o chatas. Sus bocas deben ser sonrosadas aún sin
rubor o afeites, y carnosas como las frutas maduras. Los dientes perfectamente
blancos y que no estén mancillados por las caries. Debo manifestarte que sus
alientos deben aromar a jazmín, aún en el momento en que se levantan de sus
lechos. Sus cabellos deben ser negros como una noche sin luna, lacios para que
ondeen bajo el influjo del viento, de la misma forma como se mueven mis
pendones de guerra cuando los abanica el aire del desierto.
Me
encantan los cuellos luengos, airosos y
finos. Mis colaboradores se esmeran porque los senos de las escogidas-
detalle sobre el cual soy inflexible- los puedan contener sin que les sobre o
les falte espacio, dos copas de champagne. Sus alvelos deben tener el color
sonrosado de la manzana madura y los pezones tienen que apuntar,
tozudos, al sol. Su textura debe ser
dura como pedernal si se les palpa la base, pero acariciados de frente
deben responder con suma elasticidad.
!Ah, los senos!, por Alá, que puedo parecer
un tanto quisquilloso, pero... que le voy a hacer, sí representan la
esencia de mi voluptuosidad.
Debo
aclararte que mis colaboradores casi nunca fallan en seguir a pié juntillas mis
órdenes, puesto que saben que mi cólera es temible, tanto como es de grande mi
generosidad: cuando mis concubinas cumplen los veinte años, suelo casarlas con
ellos para premiar a los más fieles.
No
soy capaz de resistir un torso femenino que sea tan abundante en carnes que no
se les vislumbren las costillas, ni tan magros de músculos, que denuncien
desnutrición. Tengo muy clara la diferencia que existe entre una mujer delgada
y una flaca. La primera puede calificar para mi harén, la segunda, bien puede casarse con el hijo de un buen
comerciante.
Mis
sirvientes saben que la cintura es otra de mis debilidades. Añoro las mujeres
con talle de palmera, apretada y cimbreante. Por lo mismo, ellos van por los
oasis y villorrios provistos de cordeles
en los que he señalado los rangos de las medidas que acepto, de conformidad
con la estatura y peso. Harto difícil resulta explicarte como deben ser las
caderas y el “derriere” de mis concubinas. Por lo pronto te diré que la forma de una guitarra de la
infiel España, te puede dar una noción aproximada de mi gusto. Vistas de
frente, las nalgas deben ser absolutamente simétricas, firmes y redondeadas.
Deben tener -sin excepción- dos hoyuelos bien definidos en el nacimiento de
las mismas y por ninguna razón se les pueden ver o palpar estrías. Aborrezco
hasta las nauseas la celulitis, enfermedad que considero la más ultrajante
que pueda soportar el sexo femenino. !Danza! !Mucha danza! Es el método que
instrumentan mis eunucos, tanto para deleite de mis ojos, como para evitar en
mis feudos esa afrenta.
El
vientre. !Ah, El Vientre! Tiene que ser
ligeramente convexo. No tolero lunares en ese sitio. La piel debe ser
absolutamente pareja para que haga contraste con la negrura del bello púbico.
Este debe ser lacio, sedoso y fino. Que se esparza por el montículo en forma
de un triángulo equilátero con la base hacia arriba. Mis matronas peinadoras conocen a la perfección
el largo que deben tener los bellos, por lo que soy usualmente generoso sobre
este aspecto, dado que pueden remediar sin demora cualquier anomalía. Pero hay
un aspecto sobre el cual no transijo: colocadas de pié y con las piernas
juntas, mis mujeres deben tener en el nacimiento de los muslos, tres dedos de
separación entre los mismos.
Ahora
que me refiero a los muslos, debo decirte que califican las que los tienen largos, casi infinitos, provistos de un bello
tan menudo que difícilmente el ojo lo capte, pero que sí lo perciba el tacto.
Igual debe acontecer con rodillas y pantorrillas. Aunque te añado que no admito
moretones, várices o cicatrices. Y otra cosa: los pies no pueden estar
maldecidos por los callos. Mis dulces compañeras no pueden tenerlos
plantígrados, deben ser tan finos que, al caminar, parezcan ingrávidas.
Ahora
bien, una vez mis auxiliares, han cumplido con sus obligaciones y preseleccionado
a las chicas, las deben llevar hasta mis trece alcázares. Lugares donde se les
instruye en artes básicas como la danza, el canto, el manejo del laúd y de la cítara, y sobre todo, donde reciben
instrucciones teóricas sobre mis más
recónditos gustos amatorios. En esta etapa se excluyen las que roncan, las que
tienen voces demasiado gruesas o gangosas,
las que sufren de desarreglos estomacales, las de mal dormir, las insomnes,
las lloriconas y aquellas a las cuales
les sudan las manos o los pies. Mis escribanos entonces, se presentan con las
aspirantes ante mí, para que proceda ha realizar la revisión final.
No
puedo negar que en esas oportunidades me torno un tanto tenso, debido a las
altas responsabilidades que tengo ante mí mismo. Trato por regla ser imparcial
y justo, porque como humano que soy, algunas veces una bella sonrisa me trata
de distraer sobre el conjunto, lo que me podría llevar a tomar determinaciones
que podrían empañar el buen gusto del que presumo y que tanto me enaltece ante
mi corte.
Muchas
lágrimas corren por los ojos de bellas chicas que no han podido cumplir con
todos los cánones oficiales. No te puedo negar que en muchas ocasiones he
sentido dolor por haber tenido que
denegarles la probabilidad de mis caricias, a adolescentes que deben volver a
sus casas. Sé que padres, hermanos y familiares sentirán en carne propia la
vergüenza de verlas volver, tristes y acongojadas. Pero, pronto me reconforto
al pensar que he cumplido a cabalidad con mis deberes y que en breve gozaré de la compañía de las que
he aceptado.
Debo
referirme aunque sea de paso a los eunucos que cuidan mis serrallos: todos los
sirvientes masculinos que realizan las diferentes labores en mis propiedades
son previamente castrados por otros expertos en medicina; sean jardineros,
orfebres, músicos, contabilistas o cocineros. Inicialmente instruí que a estos
sarracenos, se les debía solamente extraer los testículos. Pero una tarde en la
que vi que un caballo castrado intentaba saltar a una yegua, comprendí que
tenía la obligación de emascularlos radicalmente. Esto es, cortar de tajo sus
falos, para segar de raíz cualquier problema futuro. Puedes llegar a creer
que la vida de estos sirvientes es desgraciada, pero Alá sabe como hace sus
cosas. Pronto, después de un período de decaimiento, sus formas de actuar se
dulcifican, sus cuerpos se hacen mas redondeados y se convierten en dóciles mancebos que con
el mayor gusto acatan mis ordenamientos. Como no pueden controlar sus
micciones, les agasajo con tapones para que controlen sus urgencias de uretra.
Ah, se me olvidaba, algunos avivatos tratan de introducir en mis castillos
adminículos sexuales para causar desórdenes en mis fortalezas. Con ellos no
tengo piedad. No puedo tenerla. La muerte
es su castigo y pueda ser que Alá tenga piedad de ellos.
La
mayoría de mis lacayos son traídos por sus propios padres, para que “enrruten”
sus existencias en mi servicio. Coloco especial celo en seleccionar a los que
tienen buen sentido musical. Hay pocas cosas que me apasionen tanto como una
buena ablución escuchando las voces celestiales de mis cantantes atrofiados.
Siempre he creído y dicho que mi felicidad sería incompleta sin los cánticos
argentinos de un buen puñado de sopranos masculinos en lontananza.
También
debo contarte, cómo son mis castillos, que muestran desde lejos sus
perfiles, contrastando el verdor de los
oasis. Todos los he mandado a construir en suaves colinas para que
dominen una amplia panorámica y Alá sabe que sobre ellos solo campea su poder y
su gloria. Todos están rodeados de magníficas murallas que nunca han sido
traspasadas por mis enemigos, pese a que califas carcomidos por la envidia han
querido conquistarlos y sólo han logrado morder la arena caliente de mi
entorno.
La
magia de mis alcázares radica en una espléndida combinación de piedra,
calicanto, azulejo y mármol que los más renombrados almorávides han elaborado
para que armonicen con mis bosques internos, hartos olorosos a jazmines; lo
mismo que con mis aljibes y baños reales
plenos de afiligranados ornamentos.
El
aire que se respira dentro de mis castillos, es siempre fresco, y mantiene
acompañado del suave rumor del agua que pega contra las celosías de yeso. Mi
burocracia adora los jardines, decorados con glorietas y fuentes, donde abundan
los geranios y las rosas que los hacen etéreos y vitales. Cientos de jardineros cuidan con esmero, que jamás las
hojas y las flores al caer ensucien los
pisos de piedra y que tampoco las aves realicen sus deposiciones en los
monumentos de mis antepasados. El látigo siempre ha sido el mejor consejero
para afilar el ojo y acerar los músculos
de los que se ocupan de mis jardines.
Mis
alcázares cuajados de sensual embrujo, adquieren una irrealidad poética en la
noche, cuando miles de antorchas se encienden a la misma hora para que mi poder
sea percibido por todos los habitantes y sepan que sigo venciendo las
tinieblas.
Ahora bien, todas las tardes, cuando el sol baja y el
viento empieza a soplar, realizo el paseo que más me agrada y que constituye
la parte principal de mis obligaciones. Hago colocar a mis mil mujeres, cada
una a dos metros de la otra, todas vestidas con ropajes de seda hindú, danzando
alegremente a mi paso. Son dos kilómetros de auténtico placer, en los cuales,
usualmente me regodeo, mirando detalles que -estoy seguro- ningún otro humano
ha tenido la oportunidad de contemplar.
Dependiendo de mis caprichos elijo. Un día es un lunar coqueto (el lunar
debe ser pequeño, por supuesto), otro, puede ser el brillo de una mirada, o una
danza suave que erotice mi espíritu. Siempre, realizo el paseíllo, en las ancas
de un corcel blanco -Almanzor- que es el orgullo de mis caballerizas. Juro por
Alá, que no existe parte que no tenga blanca mi bello semental, su paso es
único y su porte no tiene par. Almanzor pasta también en compañía de centenares
de yeguas de la más pura raza árabe. Invariablemente, voy a estas citas con
el amor, rigurosamente vestido de blanco. Con la mano derecha sujeto la
brida adornada con piedras preciosas y en la mano izquierda llevo un pañuelo
blanco. Cuando he decidido con qué mujer deseo estar en dulce ayuntamiento,
dejo caer mi pañuelo al frente de ella.
De
inmediato, la feliz elegida es llevada a un amplio salón, contiguo a mis
aposentos reales, donde es bañada con agua de manantial y acicalada por un
ejército de expertas: se le peina el cabello, se le perfuma el cuerpo con
deliciosos untos, se le tonifican los músculos con masajes sabios, se le viste
con las prendas íntimas más delicadas y finas,
dejándola convertida en una deidad.
Mientras
tanto, suelo recostarme en mis aposentos, leyendo al desgaire cualquier libro
o meditando sobre problemas de fácil arreglo.
Nunca en esos instantes, me dejo llevar por pensamientos trascendentes
que empañen estas horas especiales.
Cuando
cae la noche y el aire del oasis se preña de azahares, escucho el delicado
santo y seña que me advierte la cercanía de la mortal más bella de la tierra.
!Oh, por Alá! ¡Cuánto he esperado este momento! En la penumbra de mi habitación, estremecido,
percibo la silueta agraciada, fina y tentadora de mi tierna acompañante. !Cómo
refulgen sus ojos en la oscuridad! !Cómo es de ceñido su talle! ¡Cuán amplias
son sus caderas! ! Qué delicado y armonioso es su caminar! !Y
cómo es de traslúcido su ropaje!
Poco después ella se postra de hinojos, al
tiempo que ruedan sobre mi alfombra sus largos cabellos. Sabe que en ese
momento no me puede mirar a los ojos y debe solicitar permiso para abordar mi
alcoba. "Poderoso Señor -me
dice- tu amantísima sierva, humildemente te pide que le hagas la gracia de
permitirle compartir tu lecho. Te suplica que la honres con tu vigoroso
cuerpo." De inmediato le respondo: "bella flor del desierto,
jamás podría negar tu petición. Mi espíritu y mi ser anhelan este
amoroso encuentro que nos convierten en los seres más felices. Ven amada
mía, pero cuida de abordar mi lecho por el sitio que las antiguas reglas han
prefijado".
Es
curioso, ya no recuerdo por qué razón
instruí a mis escribanos y codificadores que ellas debían acercarse a mí, por
el lado de los pies y nunca por las partes laterales de mi lecho. Después de
esto dejo de ser ceremonioso y me entrego en forma más bien salvaje...
Esta
es amiga mía mi fantasía sexual, la que desde joven acude a mi pensamiento y
alegra ahora la pobreza y la vejez que me acompaña. Con ella hago más
llevaderos los días y las noches del penal.
Pero lástima que seas solamente la litografía silenciosa de un calendario
viejo. Por cierto, te has ido tornando
descolorida con los años y pronto los dos caeremos a la caneca y a la fosa.