viernes, 19 de octubre de 2012

Diatriba Contra el Neoliberalismo ante un Sancocho de Gallina


Por Pedro Luis Barco Díaz.

Cuando nos figuró, como se dice ahora, irnos a vivir a Caicedonia, por disposición inapelable de los  superiores de nuestro padre, moría la década de los sesenta. Pocos meses antes, el viejo se había instalado sólo, mientras los críos terminábamos el año  escolar. 



Los siete hermanos y nuestra madre que veníamos de Palmira, examinamos, aunque era de noche, la casa que fue después destruida por el terremoto del 26 de enero: era grande, esquinera, de altas paredes y en el patio descubrimos tres racimos de plátano, dos bultos de naranja y un montón de yuca como para alimentar un pelotón. Acostumbrados como estábamos a mercados restringidos, la rotunda  despensa se nos  antojó  desproporcionada.

Al otro día,  empezamos a colocar en sus sitios los corotos, incluyendo el cuadro de los viejos de mi madre que  nos anclaba a ellos  desde niños, el cual colgamos en la pared frente de la ventana que daba a  la Panamericana.

A eso de las nueve de la mañana, un toque de puerta nos llevó en tropel hasta la entrada. Era el primer vecino que nos  visitaba. Le decían y aun le dicen, porque todavía transita en el pueblo: “Gallina.” (¿Por qué le pondrían así? Porque era como las chuchas: comedor de aves de corto vuelo) Gordo y sanguíneo,  precedido de vahos rancios de jazmín y de  mugre vieja, quien le pidió a nuestra madre una atención. Ella no atinó sino a regalar de lo que había en el patio: un buen gajo de plátanos, varias yucas y algunas naranjas, los cuales metió en una chuspa. “Gallina” no bien  recibió el alijo, injurió a mi madre con precisión “vieja yo no se qué” y una vez cerramos la puerta, devolvió por la ventana el comedimiento, estrellándolo con furia contra el cuadro de Joaquín y de  Paulina. Ese mismo día, nos dimos cuenta que, en la Caicedonia de la época en la que moría la década de los sesenta, uno no podía afinar generosidad con la comida.

Y era que, si bien el pueblo era pobre y escaseaba el billete, la comida  no constituía  el problema. De suyo, lo eran otras cosas: férula política, caciquismo crónico, intemperancia política, e incluso  violencia y muerte; pero créanme, no existía ésta hambre que ahora tiraniza no solo en Caicedonia, sino en  Colombia y en el mundo. En esos tiempos en cada casa el plátano, la yuca y las naranjas; o  las puchas de fríjol o  de arroz abundaban, incluso, hasta en las mesas de los más pobres.

Ahora, cuarenta años después, millones de nuestros compatriotas malviven en el sopor de las tripas ociosas. Las políticas económicas neoliberales, han venido actuando como un engendro que se mete al bolsillo de los más pobres para  escurrirles hasta los entrañas.          

Ya poca gente duda de que el neoliberalismo, o capitalismo salvaje, es una versión macabra de la economía que deja como fruto a unas muy pocas personas de carne y hueso,  convertidas  en más ricas y poderosas que las propias naciones, y a millones de seres también de carne y huesos, en los meros huesos, padeciendo la más intolerable condición: el hambre. Sí, porque es el hambre y la miseria son su resultado más retorcido. 

Antes a los gobernantes que  intentaban  proporcionar comida, se les tachaba como populistas; ahora la propia organización de las Naciones Unidas reconoce que el hambre es el gran flagelo de estos tiempos modernos y el principal reto del milenio. Es que hasta el propio Papa anterior, el finado Juan Pablo II condenó esta aberración económica y hasta el presidente Gaviria, que nos la impuso prometiéndonos una bienvenida al futuro, desde  hace unos años se patrasió a socialdemócrata.

Antes, en el imperio de otros modelos económicos que no colocaban al Dios Mercado como el dueño de la espada que cercena los pescuezos de los que no pueden competir, existían también desigualdades  oprobiosas; pero no existía esta hambre cósmica que carcome a la mayoría de nuestros compatriotas. Había pobreza, sí. Desigualdad, también. Pero al menos se producía comida para que los mendrugos llegaran hasta, incluso, los pordioseros. 

Ahora,  con la peste Neoliberal, se le ha quitado la saliva hasta a los que antes le arrimaban un buen tazón de caldo a los menesterosos. Y es que el Neoliberalismo es como decía Gardeazábal: una peste como la lepra, como el tifo, como la viruela. Sólo que ésas pestes funcionaban de manera justiciera, tal como se pensaba que debería ser  la ira de Dios: le caían por  igual al hijo del tabernero como a la hija del príncipe. No se salvaba ni el hortelano precario ni el mercader opulento y mucho menos hacían diferencia entre  quien vivía en la  barriada o  en el castillo amurallado. En suma: estas maldiciones desolaban por parejo  a quien respirara como una  solución divina. Ahora esta peste pagana se ensaña,  sobre todo,  en quienes no son competitivos

También se acabó  el empleo, el empleo fijo, ese por el que lucharon los sindicalistas durante el siglo pasado. Ahora los jóvenes pueden aspirar a ser “temporales”, “independientes”, o “Freelancers”; que quieren decir: páguense su salud, páguense su propia cesantía y su jubilación. 

Ahora resulta que para aspirar a ser cortero de caña, hay que pertenecer a una Cooperativa de Trabajo Asociado, o a una EAT, de la cual uno es el propio dueño o empresario. Ahora un cortero de caña es eso, un empresario. Un empresario al que su propia empresa le paga con mercado, es decir, con panela y arroz, como en la época de las bananeras, o peor aún,  como en la de Huasipungo que nos contó Jorge Icaza.

El Neoliberalismo es manejado por los países ricos bajo la óptica de la famosa Ley del Embudo: “lo ancho para mí, lo estrecho para ti”, o “Con cara gano yo, con sello pierdes tú”. Estos países, alentaron  a los países pobres para que liberaran los aranceles a los productos que exportaban, a la par que protegían los productos en los que la competencia de los subdesarrollados podrían amenazarlos. Los países desarrollados subvencionan con millonadas, cada año, a sus respectivos sectores agrícolas. Como producto de esos subsidios, inundan, con la artillería de los precios bajos,  a los países pobres que antaño vivían de la exportación de los productos del agro.


Por eso, el país se encuentra como en las épocas de Luis XVI y de María Antonieta: los poderosos bailando en la ceguera y el delirio que produce la acumulación que indigesta y los pobres arrinconados por el desempleo y el hambre.

No hay nada que hacer, los presidentes de la república, en contubernio con el congreso  y aplaudidos por la gran prensa,  toman medidas diaria y nochemente contra las clases populares. Y Ahora que se han abierto los diálogos de paz con la guerrilla de las FARC, los señoritos se escandalizan porque estas hablan de un modelo más social. 

Ni la guerra logró que se abandonara la demencia y volvieran los ojos hacia políticas de corte irreductiblemente social, que diseñaran una Legislación auténtica y radicalmente humanista y, que además, ampliaran la democracia participativa en un país excluyente. Ahora de pronto les toca mirar el campo y los alimentos como un problema de seguridad nacional o de soberanía. No se trata de hacer revoluciones socialistas o comunistas; se trata simplemente de volver a nuestra seguridad alimentaria, la que teníamos hace menos de cuatro décadas, cuando el país alimentaba a su población y no habíamos cambiado a 6 o 7 millones de campesinos por diez u once familias que importan los alimentos para que estos millones de compatriotas tengan como factoría  un semáforo o como sarcófago la calle.

En la época en la que moría la década de los sesenta, a más de “Gallina”, en Caicedonia, trashumaban por las calles los más famosos pordioseros de ese entonces: la familia Conde; conformada por dos hermanos y una dama llamada Casilda, que según me cuentan aun vive y una pequeña que era el  fruto de la chifladura de un cura que le había dado por casar a Casilda con uno de los varones. 

El caso es que un buen día, o una buena noche,  el  hermano soltero, le quitó la señora al casado, quien hubo de marcharse a otro pueblo. Yo, haciéndole caso omiso a cientos de  conjeturas de ventanas que intentaban explicar la traición, decidí preguntarle al Conde infractor por que le había quitado la mujer al hermano. Para saberlo fui hasta el lugar donde vivían los mendigos, que era la semiconstruida Aula Máxima del Colegio Bolivariano. Allá los encontré. 

El Conde tenía en su mano derecha una peinilla, con la cual estaba desgajando un racimo de plátanos. A un costado la Condesa Casilda, agachada, estaba preparando en un fogón de leña un sancocho que no olía nada mal. Recostados en el muro de ladrillo a la vista, pude observar una abundante provisión de yuca y de las consabidas naranjas que no tenían precio aún en el mercado de Caicedonia. Después de charlar amenamente durante un tiempo con el hombre de la realeza Caicedonita le pregunté: “¿Usted porqué le quitó la mujer a su hermano?” Él se acercó hacia mí y con el convencimiento puro de quien sabe lo que habla, me contestó mientras señalaba hacia el pequeño fogón. “Porque esta mujer prepara el sancocho de gallina mas delicioso del mundo.”

Fue, entonces, cuando vi con toda claridad par muslos de gallina que sobresalían de  la humeante olla.

La respuesta fue insospechada, pero perfecta. Y, además veraz.  Era que era verdad y abundaba tanto la comida que la familia de los Condes, pordioseros de Caicedonia, poco después se deleitarían con un suculento sancocho de gallina. 

Sí. Eran tiempos mejores: ¡Aun los chicos de la Escuela de Chicago, no habían impuesto el neoliberalismo! ¡Y aun los hijos de un presidente no le habían quitado las basuras a los basuriegos, para enriquecerse sobre sus cadáveres!




1 comentario:

  1. no conocía el blogspot, está muy bueno y divertido! indigna esta miseria neoliberal!indigna la injusticia! indigna la mentira y la doble moral de la derecha (con sus intermedios) colombiana..... siga publicando

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