Por Pedro Luis Barco Díaz.
Debo confesar que me he vuelto adicto a
pasear, en las tardes, por el Boulevard
del Río, para admirar el cadencioso caminado de la mujer caleña y para recibir la brisa que trae consigo el
río Cali, aquella que viene desde Pichindé, o desde Peñas Blancas; es decir, la
que fabrican los Farallones de Cali, la
misma que, según el poeta J. Mario
Arbeláez, le levantaba la falda a las
hermosas chicas de la década del setenta, que a las cinco de la tarde “se aventuraban por la Avenida Colombia.”
Aun cuando, para infortunio nuestro, los modistillos de ahora no propician que el viento les levante la falda a las mujeres,
como le encantaba al poeta fisgón, cada día somos más los caleños y caleñas que
salimos a pasear por el Boulevard.
A mí me
gusta, sobre todo, mirar hacia
el río e imaginarme como era, cuando,
como cuentan los abuelos, tenía “10 veces
más caudal” y los habitantes amainaban la canícula en los
charcos de Los Pedrones, de La Estaca del Colorado Caicedo, de La Perla, pero
sobre todo en el de El Burro, que
quedaba por donde ahora está el museo de arte moderno La Tertulia y dizque se “tragó” a más de un bañista bisoño.
También me deleito con los hermosos
árboles nativos que persisten, no solo por el boulevard, sino por toda la
avenida Colombia: ceibas, samanes, cadmias, carboneros, chiminangos y
diferentes tipos de palmeras. Sé que más allá, por los lados de la antigua
Licorera y en adelante, el río pierde su
encanto y se vuelve sórdido, transformándose de ángel en demonio, para
morir después tristemente “engullido” por el también maltratado río Cauca.
El paseo también es propicio para recordar
que, según los memoriosos, la avenida Colombia formaba parte del camino
indígena que conducía al Océano Pacífico, aquel que se adentraba en la
cordillera occidental, por la parte de menor escarpa. Es decir, que antes de la
llegada de don Sebastián Moyano hasta ahora, que la transita el Mío, ha sido nuestra arteria emblemática.
Y también para recordar, que aun cuando
el río Cali, debiera ser la quintaesencia de nuestro orgullo, no nos hemos
portado bien con él: en épocas anteriores, las casas de los patricios se
construían dándole la espalda, para verterle
las aguas negras. Más aún, hoy en día,
se pueden ver las bancas empotradas con el espaldar hacia el río, para
que quien que se siente, no se extasíe mirando, “el río atravesando el sueño”;
sino atormentándose con los vehículos
que bajan ruidosos rumbo al hundimiento.
Y es que nosotros, en lo íntimo, albergamos vergüenzas que nos instan a darle
la espalda al río. Tenemos tantas asignaturas pendientes, que preferimos
voltear los ojos a las horribles culatas
de los edificios, que como monstruos de sucias garras, nos advierten que esa es la Cali que
hemos construido y que nos merecemos. Como aconteció en diciembre pasado,
cuando las tascas se hicieron dándole la espalda al río y de frente a las
culatas del horror.
Ahora, yo no sé a quién, ni porqué, se
le ocurrió taparlo o esconderlo, por el tramo del boulevard, con una doble
barrera de bambú y de veraneras, especies ambas de copa densa. Cuando crezca
esa vegetación y perdamos la vista del río, ni siquiera podremos recomponer las
cosas sin cometer un arboricidio.
En serio: la invitación para la
administración municipal, es que no le tape el río a los caleños ni a los visitantes;
que acometamos, desde ya, un proyecto que aproveche el júbilo colectivo
por el hundimiento, por el Boulevard del Río y por el éxito de los World Games,
para que remocemos la caleñidad,
mediante acciones conjuntas entre el sector público y el privado, para
el embellecimiento del río, de los edificios, de las iglesias, de los centros
comerciales, de la galería, de los monumentos, de los puentes, de los muros, de las calles, de los hitos
culturales e históricos, de los andenes y de las zonas verdes del cuadrante
centro-centro de Santiago de Cali, comprendido entre las Calles 5ª y 15, y Carreras 1ª y 10.
Porque, dicho sea de paso, el centro de
Cali, sigue siendo lo más feo de la ciudad: en algunas partes aun tiene el hollín
de los tiempos de la explosión del 7 de agosto de 1956. Son muy pocos los
propietarios de inmuebles que al menos lavan las fachadas o culatas,
advirtiéndose un contraste bastardo entre la hermosura del boulevard y la
fealdad de los edificios mugrientos.
Sería grandioso que nos volviéramos no
solo adictos a caminar por el boulevard, sino por todo el centro de Cali, anhelando, eso sí, que los
modistillos vuelvan a reciclar la moda de las faldas vaporosas, para que el
condenado viento nos vuelva a mostrar los calzones de las caleñas, como en la
época en que el poeta J. Mario alucinó creyendo que se los había visto todos.
Todos, de tantos y de tan variados
colores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario