Por Pedro Luis Barco Díaz.
Cuando nos figuró, como se
dice ahora, irnos a vivir a Caicedonia, por disposición inapelable de los superiores de nuestro padre, moría la década
de los sesenta. Pocos meses antes, el viejo se había instalado sólo, mientras
los críos terminábamos el año escolar.
Los siete hermanos y nuestra madre que veníamos de Palmira, examinamos, aunque
era de noche, la casa que fue después destruida por el terremoto del 26 de
enero: era grande, esquinera, de altas paredes y en el patio descubrimos tres
racimos de plátano, dos bultos de naranja y un montón de yuca como para
alimentar un pelotón. Acostumbrados como estábamos a mercados restringidos, la
rotunda despensa se nos antojó
desproporcionada.
Al otro día, empezamos a colocar en sus sitios los
corotos, incluyendo el cuadro de los viejos de mi madre que nos anclaba a ellos desde niños, el cual colgamos en la pared frente
de la ventana que daba a la
Panamericana.
A eso de las nueve de la
mañana, un toque de puerta nos llevó en tropel hasta la entrada. Era el primer
vecino que nos visitaba. Le decían y aun
le dicen, porque todavía transita en el pueblo: “Gallina.” (¿Por qué le
pondrían así? Porque era como las chuchas: comedor de aves de corto vuelo)
Gordo y sanguíneo, precedido de vahos
rancios de jazmín y de mugre vieja,
quien le pidió a nuestra madre una atención. Ella no atinó sino a regalar de lo
que había en el patio: un buen gajo de plátanos, varias
yucas y algunas naranjas, los cuales metió en una chuspa. “Gallina”
no bien recibió el alijo, injurió
a mi madre con precisión “vieja yo no se qué” y una vez cerramos la
puerta, devolvió por la ventana el comedimiento, estrellándolo con furia contra
el cuadro de Joaquín y de Paulina. Ese
mismo día, nos dimos cuenta que, en la Caicedonia de la época en la que moría
la década de los sesenta, uno no podía afinar generosidad con la comida.
Y era que, si bien el
pueblo era pobre y escaseaba el billete, la comida no constituía
el problema. De suyo, lo eran otras cosas: férula política, caciquismo
crónico, intemperancia política, e incluso
violencia y muerte; pero créanme, no existía ésta hambre que ahora
tiraniza no solo en Caicedonia, sino en
Colombia y en el mundo. En esos tiempos en cada casa el plátano, la yuca
y las naranjas; o las puchas de fríjol
o de arroz abundaban, incluso, hasta en
las mesas de los más pobres.
Ahora, cuarenta años
después, millones de nuestros compatriotas malviven en el sopor de las tripas
ociosas. Las
políticas económicas neoliberales, han venido actuando como un engendro que se
mete al bolsillo de los más pobres para
escurrirles hasta los entrañas.
Ya poca gente duda de que
el neoliberalismo, o capitalismo salvaje, es una versión macabra de la economía
que deja como fruto a unas muy pocas personas de carne y hueso, convertidas
en más ricas y poderosas que las propias naciones, y a millones de seres
también de carne y huesos, en los meros huesos, padeciendo la más intolerable
condición: el hambre. Sí, porque es el hambre y la miseria son su resultado más
retorcido.
Antes a los gobernantes que
intentaban proporcionar comida,
se les tachaba como populistas; ahora la propia organización de las Naciones
Unidas reconoce que el hambre es el gran flagelo de estos tiempos modernos y el
principal reto del milenio. Es que hasta el propio Papa anterior, el finado
Juan Pablo II condenó esta aberración económica y hasta el presidente Gaviria,
que nos la impuso prometiéndonos una bienvenida al futuro, desde hace unos años se patrasió a socialdemócrata.
Antes, en el imperio de
otros modelos económicos que no colocaban al Dios Mercado como el dueño de la
espada que cercena los pescuezos de los que no pueden competir, existían
también desigualdades oprobiosas; pero
no existía esta hambre cósmica que carcome a la mayoría de nuestros
compatriotas. Había pobreza, sí. Desigualdad, también. Pero al menos se
producía comida para que los mendrugos llegaran hasta, incluso, los
pordioseros.
Ahora, con la peste
Neoliberal, se le ha quitado la saliva hasta a los que antes le arrimaban un
buen tazón de caldo a los menesterosos. Y es que el Neoliberalismo es como decía
Gardeazábal: una peste como la lepra, como el tifo, como la viruela. Sólo que
ésas pestes funcionaban de manera justiciera, tal como se pensaba que debería
ser la ira de Dios: le caían por igual al hijo del tabernero como a la hija
del príncipe. No se salvaba ni el hortelano precario ni el mercader opulento y
mucho menos hacían diferencia entre quien
vivía en la barriada o en el castillo amurallado. En suma: estas
maldiciones desolaban por parejo a quien
respirara como una solución divina.
Ahora esta peste pagana se ensaña, sobre
todo, en quienes no son competitivos
También se acabó el empleo, el empleo fijo, ese por el que
lucharon los sindicalistas durante el siglo pasado. Ahora los jóvenes pueden
aspirar a ser “temporales”, “independientes”, o “Freelancers”; que quieren
decir: páguense su salud, páguense su propia cesantía y su jubilación.
Ahora
resulta que para aspirar a ser cortero de caña, hay que pertenecer a una
Cooperativa de Trabajo Asociado, o a una EAT, de la cual uno es el propio dueño
o empresario. Ahora un cortero de caña es eso, un empresario. Un empresario al
que su propia empresa le paga con mercado, es decir, con panela y arroz, como
en la época de las bananeras, o peor aún,
como en la de Huasipungo que nos contó Jorge Icaza.
El Neoliberalismo es
manejado por los países ricos bajo la óptica de la famosa Ley del Embudo: “lo
ancho para mí, lo estrecho para ti”, o “Con cara gano yo, con sello
pierdes tú”. Estos países, alentaron
a los países pobres para que liberaran los aranceles a los productos que
exportaban, a la par que protegían los productos en los que la competencia de
los subdesarrollados podrían amenazarlos. Los países desarrollados subvencionan
con millonadas, cada año, a sus respectivos sectores agrícolas. Como
producto de esos subsidios, inundan, con la artillería de los precios
bajos, a los países pobres que antaño
vivían de la exportación de los productos del agro.
Por eso, el
país se encuentra como en las épocas de Luis XVI y de María Antonieta: los
poderosos bailando en la ceguera y el delirio que produce la acumulación que
indigesta y los pobres arrinconados por el desempleo y el hambre.
No hay nada
que hacer, los presidentes de la república, en contubernio con el congreso y aplaudidos por la gran prensa, toman medidas diaria y nochemente contra las
clases populares. Y Ahora que se han abierto los diálogos de paz con la
guerrilla de las FARC, los señoritos se escandalizan porque estas hablan de un
modelo más social.
Ni la guerra logró que se abandonara la demencia y volvieran
los ojos hacia políticas de corte irreductiblemente social, que diseñaran una
Legislación auténtica y radicalmente humanista y, que además, ampliaran
la democracia participativa en un país excluyente. Ahora de pronto les toca mirar el campo y los
alimentos como un problema de seguridad nacional o de soberanía. No se trata de
hacer revoluciones socialistas o comunistas; se trata simplemente de volver a
nuestra seguridad alimentaria, la que teníamos hace menos de cuatro décadas,
cuando el país alimentaba a su población y no habíamos cambiado a 6 o 7
millones de campesinos por diez u once familias que importan los alimentos para
que estos millones de compatriotas tengan como factoría un semáforo o como sarcófago la calle.
En la época en la que
moría la década de los sesenta, a más de “Gallina”, en Caicedonia, trashumaban
por las calles los más famosos pordioseros de ese entonces: la familia Conde;
conformada por dos hermanos y una dama llamada Casilda, que según me cuentan aun
vive y una pequeña que era el fruto de
la chifladura de un cura que le había dado por casar a Casilda con uno de los
varones.
El caso es que un buen día, o una buena noche, el
hermano soltero, le quitó la señora al
casado, quien hubo de marcharse a otro pueblo. Yo, haciéndole caso omiso a
cientos de conjeturas de ventanas que
intentaban explicar la traición, decidí preguntarle al Conde infractor por que
le había quitado la mujer al hermano. Para saberlo fui hasta el lugar donde
vivían los mendigos, que era la semiconstruida Aula Máxima del Colegio
Bolivariano. Allá los encontré.
El Conde tenía en su mano derecha una peinilla,
con la cual estaba desgajando un racimo de plátanos. A un costado la Condesa
Casilda, agachada, estaba preparando en un fogón de leña un sancocho que no
olía nada mal. Recostados en el muro de ladrillo a la vista, pude observar una
abundante provisión de yuca y de las consabidas naranjas que no tenían precio
aún en el mercado de Caicedonia. Después de charlar amenamente durante un
tiempo con el hombre de la realeza Caicedonita le pregunté: “¿Usted porqué
le quitó la mujer a su hermano?” Él se acercó hacia mí y con el
convencimiento puro de quien sabe lo que habla, me contestó mientras señalaba
hacia el pequeño fogón. “Porque esta mujer prepara el sancocho de gallina
mas delicioso del mundo.”
Fue, entonces, cuando vi
con toda claridad par muslos de gallina que sobresalían de la humeante olla.
La respuesta fue
insospechada, pero perfecta. Y, además veraz.
Era que era verdad y abundaba tanto la comida que la familia de los
Condes, pordioseros de Caicedonia, poco después se deleitarían con un suculento
sancocho de gallina.
Sí. Eran tiempos mejores: ¡Aun los chicos de la Escuela de
Chicago, no habían impuesto el neoliberalismo! ¡Y aun los hijos de un
presidente no le habían quitado las basuras a los basuriegos, para enriquecerse
sobre sus cadáveres!