lunes, 1 de abril de 2013

LA CANECA Y LA FOSA



Te contaré amiga mía, que disfruto de un harén con  mil mujeres, amorosas y cálidas, las cua­les frisan entre los dieciséis y veinte años. Una por una han sido cuidadosa­mente selec­cionadas entre las adolescentes más hermosas de las trece tribus que señoreo. Mis capi­tanes y tenien­tes  tienen por oficio defender mis territo­rios y buscar con acierto las mujeres más perfectas para que me hagan  compa­ñía.

Todos los años, cientos de mis concubinas abandonan la edad que me hace ape­tecerlas, por lo que es menester cambiarlas. Mis ayudantes entonces, buscan a aquellas doncellas que por la armonía de sus rostros y de sus cuerpos, ten­gan posibili­dad cierta de en­grosar mi harén, que como te contaba, jamás puede albergar menos de mil en ninguna época.

La labor de selección es una tarea prolija y concien­zuda, puesto que no tolero imperfección de ninguna especie entre mis amadas ninfas.

Deben tener los ojos agarenos, profundos y soñadores. No tolero a las bisojas ni aquellas que requieran anteojos. Sus cutis deben estar desprovistos de manchas, espinillas u otras máculas que estropeen sus rostros. Sus narices deben ser armoniosas y propor­cio­nadas, ya que repelen a mis pretensiones las que las poseen dema­sia­do largas o cha­tas. Sus bocas deben ser sonrosadas aún sin rubor o afeites, y car­nosas como las frutas madu­ras. Los dientes perfec­tamente blancos y que no estén manci­llados por las caries. Debo manifestarte que sus alie­ntos deben aromar a jazmín, aún en el mo­mento en que se levantan de sus lechos. Sus cabellos deben ser negros como una noche sin luna, la­cios para que ondeen bajo el influjo del viento, de la misma forma como se mueven mis pendones de guerra cuando los abani­ca el aire del de­sierto.

Me encantan los cue­llos luengos, airosos  y fi­nos. Mis colaborado­res se esmeran porque los senos de las escogidas- detalle sobre el cual soy inflexible- los puedan contener sin que les sobre o les falte espa­cio, dos copas de champagne. Sus alvelos deben tener  el color  sonrosado de la manzana madura y los pezones tienen que apuntar, tozudos,  al sol. Su textura debe ser dura como pedernal si se les palpa la base, pero acaricia­dos de frente deben  respon­der con suma elasti­cidad. !Ah, los se­nos!, por Alá, que puedo parecer  un tanto quisqui­lloso, pero... que le voy a hacer, sí repre­sen­tan la esencia de mi volup­tuosidad.

Debo aclararte que mis colaboradores casi nunca fallan en seguir a pié juntillas mis órdenes, puesto que saben que mi cólera es temi­ble, tanto como es de grande mi generosidad: cuando mis concu­binas cumplen los veinte años, suelo casarlas con ellos para pre­miar a los más fieles.

No soy capaz de resistir un torso femenino que sea tan abundante en carnes que no se les vislumbren las costillas, ni tan magros de músculos, que denuncien desnutrición. Tengo muy clara la diferencia que existe entre una mujer delgada y una flaca. La primera puede calificar para mi harén, la segunda, bien  puede casarse con el hijo de un buen comerciante.

Mis sirvientes saben que la cintura es otra de mis debili­da­des. Añoro las mujeres con talle de palmera, apretada y cimbreante. Por lo mismo, ellos van por los oasis y villorrios provistos de  cordeles en los que he señalado los rangos de las medidas que acep­to, de confor­midad con la estatura y peso. Harto difícil resul­ta ex­plicarte como deben ser las caderas y el “derriere” de mis con­cu­bi­nas. Por lo pronto  te diré que la forma de una guitarra de la infiel Espa­ña, te puede dar una noción apro­ximada de mi gusto. Vistas de frente, las nalgas deben ser absolu­ta­mente simé­tri­cas, firmes y re­dondeadas. Deben tener -sin excepción- dos hoyuelos bien definidos en el naci­miento de las mismas y por ninguna razón se les pueden ver o palpar estrías. Aborrezco hasta las nauseas la celu­litis, enfer­medad que considero la más ultrajante que pueda soportar el sexo femeni­no. !Danza! !Mucha danza! Es el método que instrumenta­n mis eunu­cos, tanto para deleite de mis ojos, como para evitar en mis feu­dos esa afrenta.

El vientre. !Ah, El Vientre!  Tiene que ser ligera­mente convexo. No tolero luna­res en ese sitio. La piel debe ser absoluta­mente pareja para que haga contraste con la negrura del bello púbi­co. Este debe ser la­cio, sedoso y fino. Que se esparza por el mon­tículo en forma de un triángu­lo equilátero con la base hacia arriba. Mis  matronas peinadoras conocen a la perfec­ción el largo que deben tener los bellos, por lo que soy usualmente generoso sobre este aspecto, dado que pueden remediar sin demora cualquier anomalía. Pero hay un aspecto sobre el cual no transijo: colocadas de pié y con las pier­nas juntas, mis mujeres deben tener en el nacimiento de los muslos, tres dedos de separación entre los mismos.

Ahora que me refiero a los muslos, debo decirte que califican las que los tienen  largos, casi infinitos, provistos de un bello tan menu­do que difícilmente el ojo lo capte, pero que sí lo perciba el tacto. Igual debe acontecer con rodillas y pantorrillas. Aunque te añado que no admito moretones, várices o cicatrices. Y otra cosa: los pies no pueden estar maldecidos por los callos. Mis dul­ces compañeras no pueden tenerlos plantígrados, deben ser tan finos que, al caminar, parezcan ingrávidas.

Ahora bien, una vez mis auxiliares, han cumplido con sus obligacio­nes y preseleccionado a las chicas, las deben llevar hasta mis trece alcázares. Lugares donde se les instruye en artes básicas como la danza, el canto, el manejo del laúd y de  la cítara, y sobre todo, donde reciben instrucciones teóricas  sobre mis más recónditos gus­tos amatorios. En esta etapa se excluyen las que roncan, las que tienen voces  demasiado gruesas o gango­sas, las que sufren de desa­rre­glos estomacales, las de mal dormir, las insomnes, las llorico­nas y  aquellas a las cuales les sudan las manos o los pies. Mis escri­banos entonces, se presen­tan con las aspirantes ante mí, para que proceda ha realizar la revisión final.

No puedo negar que en esas oportunida­des me torno un tanto tenso, debido a las altas responsabilidades que tengo ante mí mismo. Trato por regla ser imparcial y justo, porque como humano que soy, algunas veces una bella sonri­sa me trata de distraer sobre el conjunto, lo que me podría llevar a tomar determinaciones que podrían empañar el buen gusto del que presumo y que tanto me enaltece ante mi corte.


Muchas lágrimas corren por los ojos de bellas chicas que no han podido cumplir con todos los cánones oficiales. No te puedo negar que en muchas ocasiones he sentido dolor  por haber tenido que denegar­les la probabilidad de mis caricias, a adolescentes que deben volver a sus casas. Sé que padres, hermanos y familiares sentirán en carne propia la vergüenza de verlas volver, tristes y acongo­jadas. Pero, pronto me reconforto al pensar que he cumplido a cabalidad con mis deberes y  que en breve gozaré de la compañía de las que he aceptado.

Debo referirme aunque sea de paso a los eunucos que cuidan mis serrallos: todos los sirvientes masculinos que realizan las dife­rentes labores en mis propiedades son previamente castrados por otros expertos en medicina; sean jardineros, orfebres, músicos, contabi­listas o cocineros. Inicialmente instruí que a estos sarracenos, se les debía solamente extraer los testículos. Pero una tarde en la que vi que un caballo castrado intentaba saltar a una yegua, com­prendí que tenía la obligación de emascularlos radical­mente. Esto es, cortar de tajo sus falos, para segar de raíz cual­quier proble­ma futuro. Puedes llegar a creer que la vida de estos sirvientes es des­graciada, pero Alá sabe como hace sus cosas. Pron­to, después de un período de decaimiento, sus formas de actuar se dulcifican, sus cuer­pos se hacen mas redondeados  y se convierten en dóciles mance­bos que con el mayor gusto acatan mis ordenamien­tos. Como no pueden controlar sus micciones, les agasajo con tapones para que contro­len sus urgencias de uretra. Ah, se me olvidaba, algunos avivatos tratan de introducir en mis castillos adminículos sexuales para causar desór­denes en mis fortalezas. Con ellos no tengo piedad. No puedo tener­la. La muerte  es su castigo y pueda ser que Alá tenga piedad de ellos.

La mayoría de mis lacayos son traídos por sus propios padres, para que “enrruten” sus existencias en mi servicio. Coloco especial celo en seleccionar a los que tienen buen sentido musical. Hay pocas cosas que me apasionen tanto como una buena ablución escuchando las voces celes­tiales de mis cantantes atrofia­dos. Siem­pre he creído y dicho que mi felicidad sería incompleta sin los cánticos argentinos de un buen puñado de sopranos masculinos en lonta­nanza.

También debo contarte, cómo son mis castillos, que muestran desde lejos sus perfiles,  contrastando el  verdor de los  oasis. Todos los he mandado a construir en suaves colinas para que dominen una amplia panorámica y Alá sabe que sobre ellos solo campea su poder y su gloria. Todos están rodeados de magníficas murallas que nunca han sido traspasadas por mis enemigos, pese a que califas carcomidos por la envidia han querido conquistarlos y sólo han logrado morder la arena caliente de mi entorno. 

La magia de mis alcázares radica en una espléndida combinación de piedra, calicanto, azulejo y mármol que los más renombrados almorávides han elaborado para que armonicen con mis bosques internos, hartos olorosos a jazmines; lo mismo que con mis aljibes y baños reales  plenos de afiligranados ornamentos.

El aire que se respira dentro de mis castillos, es siempre fresco, y mantiene acompañado del suave rumor del agua que pega contra las celosías de yeso. Mi burocracia adora los jardines, decorados con glorietas y fuentes, donde abundan los geranios y las rosas que los hacen etéreos y vitales. Cientos de   jardineros cuidan con esmero, que jamás las hojas y las flores al caer ensucien  los pisos de piedra y que tampoco las aves realicen sus deposiciones en los monumentos de mis antepasados. El látigo siempre ha sido el mejor consejero para afilar el ojo  y acerar los músculos de los que se ocupan de mis jardines.
Mis alcázares cuajados de sensual embrujo, adquieren una irrealidad poética en la noche, cuando miles de antorchas se encienden a la misma hora para que mi poder sea percibido por todos los habitantes y sepan que sigo venciendo las tinieblas.

Ahora bien, todas las tardes, cuando el sol baja y el viento empie­za a soplar, realizo el paseo que más me agrada y que constituye la parte principal de mis obligaciones. Hago colocar a mis mil mujeres, cada una a dos metros de la otra, todas vestidas con ropajes de seda hindú, danzando alegremente a mi paso. Son dos kiló­metros de auténtico placer, en los cuales, usualmente me regodeo, mirando detalles que -estoy seguro- ningún otro humano ha tenido la oportu­ni­dad de contemplar.  Dependiendo de mis caprichos elijo. Un día es un lunar coqueto (el lunar debe ser pequeño, por supuesto), otro, puede ser el brillo de una mirada, o una danza suave que erotice mi espíritu. Siempre, realizo el paseíllo, en las ancas de un corcel blanco -Almanzor- que es el orgullo de mis caba­llerizas. Juro por Alá, que no existe parte que no tenga blanca mi bello semental, su paso es único y su porte no tiene par. Almanzor pasta también en compañía de centenares de yeguas de la más pura raza árabe. Inva­ria­blemente, voy a estas citas con el amor, rigu­ro­samente ves­tido de blanco. Con la mano derecha sujeto la brida adornada con piedras preciosas y en la mano izquierda llevo un pañuelo blanco. Cuando he decidido con qué mujer deseo estar en dulce ayuntamiento, dejo caer mi pañuelo al frente de ella.

De inmediato, la feliz elegida es llevada a un amplio salón, con­tiguo a mis aposentos reales, donde es bañada con agua de ma­nantial y aci­calada por un ejército de expertas: se le peina el cabe­llo, se le perfuma el cuerpo con deliciosos untos, se le toni­fican los múscu­los con masajes sabios, se le viste con las prendas ínti­mas más delicadas y finas,  dejándola convertida en una deidad.

Mientras tanto, suelo recostarme en mis aposentos, leyendo al des­gaire cualquier libro o meditando sobre problemas de fácil arreglo.  Nunca en esos instantes, me dejo llevar por pensamientos trascendentes que empañen estas horas especiales.

Cuando cae la noche y el aire del oasis se preña de azahares, escu­cho el delicado santo y seña que me advierte la cercanía de la mortal más bella de la tierra. !Oh,  por Alá!  ¡Cuánto he esperado este momento!  En la penumbra de mi habitación, estremecido, percibo la si­lueta agraciada, fina y tentadora de mi tierna acompañante. !Cómo refulgen sus ojos en la oscuridad! !Cómo es de ceñido su talle! ¡Cuán amplias son sus cade­ras! ! Qué delicado y armonioso es su cami­nar!  !Y  cómo es de traslúcido su ropaje!

  Poco después ella se postra de hinojos, al tiempo que ruedan sobre mi alfombra sus lar­gos cabellos. Sabe que en ese momento no me puede mirar a los ojos y debe solicitar permiso para abordar mi alcoba. "Poderoso Se­ñor -me dice- tu amantísima sierva, humildemente te pide que le hagas la gracia de permitirle compartir tu lecho. Te suplica que la honres con tu vigoroso cuerpo." De inmediato le respondo: "bella flor del desierto, jamás podría negar tu petición. Mi espí­ritu y mi ser anhelan este amoroso encuentro que nos convierten en los seres más felices. Ven amada mía, pero cuida de abor­dar mi lecho por el sitio que las antiguas reglas han prefi­jado".
Es curioso,  ya no recuerdo por qué razón instruí a mis escribanos y codificadores que ellas debían acercarse a mí, por el lado de los pies y nunca por las partes laterales de mi lecho. Después de esto dejo de ser ceremonioso y me entrego en forma más bien salvaje...

Esta es amiga mía mi fantasía sexual, la que desde joven acude a mi pensamiento y alegra ahora la pobreza y la vejez que me acom­paña. Con ella hago más llevaderos los días y las noches del penal.  Pero lástima que seas sola­mente la litografía silenciosa de un calenda­rio viejo. Por cierto,  te has ido tornando descolorida con los años y pronto los dos caeremos a la caneca y a la fosa.